LAS OREJAS QUE SUEÑAN (poesía infantil)

31 January, 2011

 

Al igual que un día es un día

desde que amanece hasta que anochece,

un niño es un niño

desde que nace hasta que muere.

Pero durante el día pasan cosas

en donde olvidas que eres un niño.

Y durante la noche te das cuenta

que pronto tú amanecerás.

 

 

De pequeño solía ver desde mi ventana

cómo el jardín cambiaba de color.

La ventana tenía un ladrillo salido

y allí me sentaba con las rodillas dobladas.

Muchas fueron las cosas que vi desde allí:

un árbol que en siete años prometió florecer,

Arupo le llamaban, pero nunca lo hizo;

un gato que cruzaba el jardín

sigiloso y atento a nunca supe qué,

las habladurías me decían que buscaba ratones,

pero yo creo que era su miedo a la opresión

de las paredes blancas que lo rodeaban;

vi cómo el césped crecía descomunalmente,

se asemejaba en fuerza a las peleas con mis padres,

pero nada tenía más vida que esa masa verde

que se resistía a quedarse quieta,

el césped me enseñó a ser inquieto;

y una tarde, cuando yo estaba muy triste

y el calor se había ido detrás de las montañas,

sentí que el ladrillo se caería junto conmigo

y las ventanas se unirían a mis huesos,

pero no sucedió todo eso,

el Arupo, el árbol que nunca floreció,

empezó a sacudir y sacudir sus hojas mientras le veía

y sus ramas silbaban y su tronco sonaba

a camiones, a estallidos, a volcanes,

y mis huesos, el ladrillo salido y la ventana,

se quedaron inmóviles

ante las palabras del árbol.

 

 

Los mejores momentos de mi infancia

los pasé fuera de la ciudad

cuando me llevaban a conocer un río.

¿Por qué me llevan a conocer un río,

les decía a mis padres, si él no se me parece?

Por eso mismo te llevamos, me respondían,

porque tú ya te conoces demasiado.

El río no era tan ancho, como yo siempre lo recordaba,

y cuando llegaba me ponía bravo por haberse achicado.

Pero cuando me acercaba empezaba a sonar el agua

y me tranquilizaba. Yo orinaba en la orilla del río

y el río nunca se puso bravo conmigo.

Nunca supe si era del agua el sonido fluido,

si de las piedras el sonido seco,

si del lodo el sonido acolchado.

Pero los tres lo componían y cuando se unían

mi estómago se calentaba tanto

que era triste tener que alejarme del río.

Un día, cuando el río me llamaba desde lejos,

pedí a mis padres que me llevaran donde él

y allí pude ver que un árbol había muerto en la orilla,

formaba un puente que atravesaba el río

y lo dividía en dos partes iguales:

hacia arriba se confundía con el cielo;

hacia abajo se confundía con el infierno.

El árbol muerto estaba en el medio

y comprendí que ese era su lugar

y nadie le obligaba a subir

ni a bajar por el río.

Me acerqué temeroso,

las raíces salidas olían amargas

y no dejaban percibir los sonidos,

pero me dieron valor y crucé

al otro lado de mi infancia.

 

 

Atrás de la montañas hay otras ciudades,

me decían los grandes, pero yo creo lo contrario:

atrás de las montañas hay más cielo.

Este arco azul y gigante,

¿por qué habría de acabarse?

Si cruzara estas montañas, encontraría el cielo,

y si hubiera más montañas detrás,

de nuevo encontraría el cielo.

¿Por qué habría de detenerse?

Ni siquiera las estrellas, que están muy lejos,

están detrás del cielo. No hay nada más lejano

y por eso me protege de lo que los grandes me dicen

sobre las ciudades, que son todas iguales,

las montañas y las estrellas.

 

 

Me visitaba todas las noches

un gato negro,

la hierba siseaba y en el aire se advertía

una extraña presencia.

Mucho tiempo tardé en darme cuenta

que era un gato y no un ladrón,

sus ojos vieron directo a mi espanto

y cuando pensé decaer

noté que los suyos eran muy luminosos.

Las personas, usualmente, tienen los ojos opacos,

y tampoco me atemorizan desde que vi directo a los ojos

de un gato negro hermoso.

Las visitas son ahora infrecuentes,

el gato negro está pronto a morir,

y yo seguiré viviendo. Poco a poco

el gato se funde en mis ojos

y los niños me temen.

 

 

La laguna está quieta cuando voy donde ella,

pero cuando me alejo aparece en mis sueños.

Es redonda y yo camino por los filos

y así la veo mejor, en movimiento.

Una mañana encontré una barca muy vieja,

las tablas crujían y entraba un poco de agua.

Con un sólo remo empecé a remar con fuerza,

pero daba vueltas en el mismo lugar,

el centro de la laguna estaba aún lejos.

Entonces, cansado, me dormí profundamente

y los días y las noches ya no los pude medir.

La laguna ya no estaba en mis sueños y me asusté;

desperté cuando oscurecía, la orilla estaba lejos

y el centro a igual medida.

Oscurecía muy lentamente y yo hacía igual con el remo,

sentía que avanzaba y la gravedad me jalaba

hacia dentro.

Nunca supe cuándo llegué al centro,

lo traspasé en la mitad de la noche

y cuando llegué al otro lado, el sol me cubría

sin dejar sombras. Supe entonces

que la laguna tiene una y la misma orilla.

 

 

Esta isla es tan vieja como la suma

de todas las personas que me rodean.

Si escarbo en ella sólo encuentro tierra;

su tierra es tan honda que parecen raíces

que llegan hasta el otro lado de la Tierra.

Me doy cuenta de ello y dejo de escarbar;

acerco mi oreja a lo que hice,

y en vez de silencio,

escucho el mar.

 

 

Los peces saltan y desaparecen.

No nadan, sólo aparecen

y vuelven al agua, desparecen.

Alargo mi mano para sostenerlos

pero se escurren y no aceptan mi mano.

Si los mantienes afuera, se mueren,

me dice mi madre. Pero yo insisto

y logro sacar uno muy grande;

en mi mano el pez no desaparece,

se queda quieto, tiritando.

El frío me traspasó desde ese momento

y sólo desaparece cuando estoy solo.

 

 

Sigue hablando para que te escuche,

cúlpate nunca de lo que dices,

porque lo único que importa

en el instrumento,

es el tono.

Por sí sólo habla del todo.

La música escucha lo que dices

y responde: ¿Por qué no

si siempre me ha gustado?

 

 

Hay veces que no tengo nada que decir

y veo cómo en el desayuno comen

mis amigos y los padres de mis amigos.

Entonces sonrío hacia abajo

porque me entristece ser incapaz de hablar,

pero me alegra ver la lentitud.

 

 

En los rincones a veces me agacho

y supongo que son cavernas

parecidas a las costillas de una ballena.

Y cuando estoy dentro y los sonidos redondos

empiezan

yo sólo quiero que no se acaben,

porque en mi oreja siento calor

y me dan ganas de ser ballena

o por lo menos sentir mis costillas.

 

 

Hay autopistas en el cielo

que no son para los aviones.

Hay nubes en las casas

que no son los cigarrillos.

Hay sal en las montañas

que no fue traída por las olas.

Hay tierra en el mar

que jamás hemos visto.

 

 

Vengo de una ciudad que se tarda mucho

en entender que a mi lo que me gusta

es dormir.

Por eso, cada vez que me despierto, cuento

emocionado sobre mis sueños,

para que entiendan lo que a mi me gusta

y me dejen en paz con mis cuadernos

en donde dibujo faltas ortográficas.

 

 

Ayer vi un dibujo que parecía una película.

Anteayer vi un animal que parecía un dibujo.

Trasanteayer vi un árbol que parecía un animal.

Y antes de todo eso nunca supe

si la piedra que vi era una semilla.

Ahora la película se mueve dentro de mí

como semilla inquieta que brota.

 

 

Cerca de las paredes blancas

vi un ciego que sonreía y tocaba

el acordeón. No sonreía por la gente

que pasaba gustosa de escuchar,

sino por los olores que un kiosco de maní

emitía. Se acercaba la hora de almuerzo

y cuando lo vi acercarse al kiosco, yo supe

que el ciego era mi amigo

porque no dejaba de escuchar su música

ni siquiera cuando tragaba.

 

 

Los camiones hacen mucho ruido,

tanto que sólo espero el día

que todos se choquen y su sonido

deje de repetirse.

Lo mismo pensé cuando escuché de cerca

el primer avión. Sus estruendos

eran chillones, como el de las personas

heridas en el primer choque de camiones

que pude ver y fue muy fácil saber

que no quería volver a escuchar

a esas personas y las que lloraban

sin estar ellas heridas. Desde entonces

soporto el ruido de los camiones

que a veces pasan como elefantes.

 

 

En la esquina hay un tambor que está solo

y todos lo odian porque repite lo mismo.

Pero una vez dejé de escuchar sus golpes

y escuché el silencio que había entre uno y otro.

Sonaba seco y la esquina se volvía una concha

y el tambor se volvía una perla.

Con el tambor yo me siento en el agua silenciosa.

No entiendo por qué la gente odia los tambores

si se pone collares de perlas.

 

 

¿Te acuerdas cuando subimos al techo de la casa?

Fue mejor que las torres de la catedral más alta

porque los turistas no nos estaban viendo

ni a dios le importaba que estemos allí.

En el techo nos dedicamos a ver los días

que habíamos gastado en las iglesias,

entre la gente curiosa.

Pero no tardamos en ver los días

que habíamos subido en aquel techo

y empezamos a reírnos de nuestras acciones

que consistían en quedarse quieto, ver las luces

que iluminaban historias de ciudades

emergentes entre árboles antiguos,

ver el cielo hecho de asfalto y señales

en el estadio de los astros.

 

 

Me siento tranquilo cuando sea grande

sobre una silla de madera que la inclino

para mirar el cielo y mi caja de resonancia,

como un instrumento de viento, lanza imágenes

al aire: triángulos, cuadrados, flechas

destinadas a bajar burbujas en donde pasean

mis amigos que me cuentan de lugares lejanos,

yo les hablo de la tierra áspera que siento

bajo mis pies desnudos y los distintos colores

con los que ella responde cuando la toco.

La tranquilidad inventa el paraíso.

 

 

Sígueme hacia el lugar donde el espacio se ensancha,

donde las alfombras son el campo y las duchas,

cascadas de cristal petrificado.

Allí hasta las horas se ensanchan,

se vuelven lentas y transforman la vista.

No hay por qué temer si algún día despiertas

y no es de día. Porque dormir sonreído

es despertar, y despertar es volver sueño

la vida que por momentos oprime. Ven,

acércate, soy lo que escuchan los objetos

cuando amas el espacio fuera tuyo.

 

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